Marta Eguilior es una de las escasas directoras de escena de ópera que hay en España, ahora estrena ‘Orphée et Eurydice’ en el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián

¿Fácil? No. Fácil no fue. A Marta Eguilior (Sevilla, 1985) estuvo a punto de comérsela la frustración de un oficio lleno de hombres, tremendamente estático y algo anclado en las formas y los fondos de siempre. Durante años se fue empujando a sí misma, una y otra vez, para meter la cabeza en ese mundo operístico que cuenta con una idiosincrasia un tanto especial. Se presentó en decenas de lugares, escribió, llamó, propuso. Y cuando estaba a punto de hastiarse y decir ciao, aparecieron Orfeo y Eurídice en su vida.
Ahora pone de largo la ópera, Orphée et Eurydice, con la revisión que Gluck le dio en 1774 para llevarla hasta París, en francés. Se estrenó el 2 de agosto de aquel año y ahora, este 1 de junio, lo hace en el Teatro Victoria Eugenia de San Sebastián. Eguilior es directora de escena de ópera. «Una de las siete u ocho que hay en España», apunta. El viaje empezó en 2007.
Durante su último año en la escuela de Arte Dramático de Bilbao —Eguilior nació en Sevilla pero jamás vivió allí—, su profesora de canto pulsó un día el play para mostrarles un vídeo, el del aria La reina de la noche, de La flauta mágica de Mozart. En un escenario imponente y azulado, Diana Damrau llenaba todo el espacio sonoro del Royal Opera House de Londres. A Eguilior se le desencajó la mandíbula: “Vi aquella puesta en escena y me enamoré, literalmente. Durante muchas noches me puse aquel vídeo y supe que aquello era lo que quería hacer”.
No hay estudios reglados para Dirección escénica de ópera ni en España ni en Europa, así que se buscó las mañas. Pidió una beca que ofrecía la Diputación de Vizcaya y en 2008 se marchó a Buenos Aires, al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, la capital operística de Latinoamérica, cuya Fundación también la becó. Allí comenzó lo que ella llama su “cruzada”.
Pero, en realidad, esa expedición comenzó muchos años antes, cuando se enredaba en mil trapos mientras su abuela le enseñaba los versos del Tenorio para que los recitase. Dibujaba, cantaba, tocaba la guitarra, hacía manualidades, declamaba. “También pasaba una mosca y yo me entretenía. La verdad es que estaba claro que había una parte sensible muy desarrollada y enfocada al arte”.
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